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Opinión

El deseo y el poder en la pareja

El deseo y el poder en la pareja

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De un tiempo a esta parte es común plantear la diferencia entre aquello que, en una pareja, se relaciona con el deseo y lo que se relaciona con el poder.

Esta distinción básica se expresa, por ejemplo, en situaciones en que junto a los factores eróticos se encuentran también aspectos de una dependencia de otro tenor. Podría ser el caso de una pareja en la que uno tiene mayores ingresos y hace valer este motivo como causa de que sus decisiones sean más importantes.

Sin duda hay parejas que se fundan directamente en el poder, pero también algunas que refuerzan este polo por efecto de conflictos con el deseo. El desplazamiento del deseo al poder, cuando aquel se volvió sintomático, es un modo de defensa habitual en la vida de pareja.

¿Qué quiere decir que el deseo se haya vuelto sintomático? En principio, el deseo es un tipo de conflicto por sí mismo. Ya lo escribí otras veces: el deseo es un tercero en la pareja, porque incluso cuando dos personas puedan desearse recíprocamente, no desean de la misma manera. De este modo es que los celos pueden ser un conflicto espontáneo en una relación.

Este conflicto podría sintomatizarse si, por ejemplo, con el tiempo estos celos se convierten en el único motivo de atracción en la pareja. Dicho de otra manera, una pareja sintomática es aquella que –para continuar con el ejemplo– solo se erotiza a partir de escenas celotípicas. Que la unión con alguien solo se base en la intención de que no esté con otro, puede ser una condición bastante restrictiva y empobrecedora, que lleve a frustraciones y resignaciones.

Lo curioso es que una condición sintomática puede ser más eficaz para unir a dos personas que el deseo. Las parejas-síntoma son de muy difícil disolución, en la medida en que junto a la infelicidad se desarrolla toda una serie de beneficios secundarios más o menos narcisistas que se vuelven satisfacciones independientes. Por ejemplo, puede ser que las escenas de celos lleven a discusiones al cabo de las cuales uno reproche al otro ser la causa de arruinarle la vida, o bien fantasee con venganzas que puede realizar en el futuro próximo.

Esta es una hermosa idea de Sigmund Freud: hay matrimonios que no se separan porque todavía hay uno que no terminó de vengarse lo suficiente del otro. Es cierto que –como dice el refrán– siempre hay un roto para un descosido; entonces, puede ser que alguien expíe diversas culpas a partir de una pareja infeliz. En fin, todavía es uno de los descubrimientos más complejos del psicoanálisis el que demuestra que lo que une a una persona con otra es una fantasía, encima inconsciente y que todo lo que esa persona piensa –que le gusta por esto o esto otro, desde su cuerpo a sus ideas, lo que comparten, los proyectos que podrían realizar y seguramente queden más o menos truncos, etc.– tiene una eficacia vincular menor y a veces se trata de apenas justificaciones o motivos inventados, ficciones que le llegan al talón a una fantasía inconsciente.

Lo inasimilable del descubrimiento psicoanalítico es que las fantasías suelen ser un poco horrorosas; nadie se las que quiere enterar: por ejemplo, que a su pareja lo une un deseo de sacarle cosas; o que la une un deseo de castigo; o que lo une el desprecio que le permite sentirse desafiado a mostrar su autosuficiencia como signo de una libertad ridícula; el deseo de esconderse de la mirada pública o de disfrazarse en un rol marital o parental; entre otros, estos son algunos deseos básicos. Siempre deseos de ser o tener.

Las parejas-síntoma son de muy difícil disolución, en la medida en que junto a la infelicidad se desarrolla toda una serie de beneficios secundarios más o menos narcisistas que se vuelven satisfacciones independientes

Resumo lo que dije hasta aquí: cuando el deseo no puede sostenerse de manera más o menos espontánea, se sintomatiza. La pareja unida sintomáticamente es la que se une a partir de alguna fantasía inconsciente. Es cierto que estas fantasías, que antes nombré como “horrorosas”, pueden tener elaboraciones sublimatorias. Por ejemplo, el deseo de sacarle algo a alguien (deseo oral) puede ser el origen del deseo de un hijo que asegure el vínculo de manera armoniosa durante muchos años. El deseo de hijo también puede darse por otras vías; esto demuestra cómo bajo un mismo deseo puede haber diferentes causas inconscientes.

En cierta medida, todas las parejas consolidadas tienen su soporte sintomático. Esto puede ser algo difícil de aceptar, pero esta dificultad se basa en que todavía tenemos una idea ingenua de la pareja, demasiado romántica sino higiénica (y motivacional, reflejada en esas frases de “quererse y hacerse bien”). Asimismo, cuando lo que une no es una fantasía, une el duelo. Esto sí es traumático, porque el duelo no separa, como si lo hace un síntoma en cierto momento, sino que une más fuerte aún.

Cuando me refiero a que lo que une puede ser el duelo, me refiero a que es un tipo de lazo cada vez más frecuente en nuestra época. Me refiero a que este siglo quizá ya no sea el de los amores vividos, sino el de las parejas que no fueron, las parejas que buscan reparar a otras parejas previas, las parejas que quedaron a medias y ya no se basan en el deseo y sus variantes, sino en una compensación. Por esta vía, más que parejas-síntoma, se trata de parejas-fusión. Algunas variantes de las llamadas hoy “parejas-tóxicas” están dadas a partir de esta condición. No voy a desarrollar in extenso esta cuestión, ya que lo hice en un artículo previo y quiero regresar a la cuestión del poder.

Si retomo la secuencia de mi argumento, podría plantearse esta serie articulada de conceptos: pareja–deseo–síntoma–fantasía–duelo; para introducir el poder, el punto es qué ocurre cuando el conflicto del deseo se vuelve a su vez conflictivo. Porque si un conflicto se puede sintomatizar, también se lo puede rechazar, destituir, hacer a un lado y producir otro tipo de vínculo (que ya no sería de deseo).

Es cierto que podemos hacer un juego de palabras y decir que hay tanto un deseo de poder como una potencia del deseo, pero para las consideraciones que realizo aquí creo que conviene mantener la distinción entre los términos. El poder en una pareja comienza cuando se produjo una ruptura en el lazo inconsciente.

Por eso pienso que la distinción entre deseo y poder puede ser trivial si no se la complementa con el trabajo que puede pasar de lo consciente en un vínculo hacia su raíz inconsciente, porque de otra forma el análisis del poder corre el riesgo de volver banal y atribuir falsas segundas intenciones (como una segunda conciencia detrás de la conciencia, con frases del estilo: “Lo que X en verdad quiere…”) que funcionan de manera culpabilizante. Dicho de otra manera, cuando no se hace un rodeo que tome la vía del inconsciente, el análisis del poder suele caer en la matriz imaginaria víctima-victimario, persona buena versus persona mala, sin mayores complejidades.

Los análisis del poder que no logran profundidad terminan desdoblando la escena de pareja con una fantasía vincular, que ponen en el lugar de la fantasía inconsciente que puede fundar un vínculo, quizá porque todavía resulta insoportable pensar que aquello que une a dos personas está más cerca de esa forma del amor que es el espanto y no de lo que hoy se llama “vínculo sano”.

Cuando no se hace un rodeo que tome la vía del inconsciente, el análisis del poder suele caer en la matriz imaginaria víctima-victimario, persona buena versus persona mala, sin mayores complejidades.

El análisis del poder, articulado al del deseo, cuando no se conforma con una novela básica de santos y villanos, tiene su origen en situar cómo el lazo inconsciente, cuando a veces tambalea, encuentra un cortocircuito que ya no es el del síntoma (que, en última instancia, es una vía indirecta para el erotismo) sino otro tipo de acto; ejemplo típico, en cierto momento, alguien decide guardar un dinero sin que su pareja lo sepa, cuyo monto en la economía de la relación no importa si es muy significativo o no, pero sí funciona como reaseguro ante la presencia del otro. El análisis del poder, a veces se realiza mejor en los movimientos más íntimos y silenciosos antes que lo efusivo de una pelea.

El poder a veces se reconoce mejor en lo que se calla que en lo que se grita a cuatro vientos. ¿Cuántas personas conocemos que después de una discusión salen a hablar mal de sus parejas por todos lados y, luego, cuando se arreglan padecen la vergüenza de que esos otros las miren con cierto aire de reproche? El erotismo de una pareja es algo que solo se comprende dentro de una pareja.

Distinto es el caso de una pareja basada en que uno de los dos deposite en el otro su angustia, como forma de sentirse autónomo y, cada vez que el primero quiere encontrar su propia voz, lo desconoce para preservarse. Menciono funcionamientos típicos, que al igual que los síntomas, también pueden encontrarse en muchísimas parejas. También se trata de pactos que tienen una raíz inconsciente, aunque esta vez no erótica. Por eso creo que los análisis de dinámicas de parejas que no incluyan la hipótesis del inconsciente se quedan en una distinción superficial del deseo y el poder.

Para concluir, entonces, quisiera decir que seguramente de la lectura de este artículo se desprendan más preguntas que respuestas; me parecen preferibles, incluso a riesgo de que mi presentación haya sido demasiado esquemática e incompleta. Sin embargo, elijo este principio, como manera de abrir un debate público, porque la moral vincular que hoy se instaló en los medios de difusión y divulgación tiene consecuencias que creo que son más perjudiciales.

Pienso que esto se debe no solo a la creciente inmadurez de varias personas, que suelen optar por ideales (que oprimen en nombre la libertad) o slogans de autoayuda, antes que reconocer los conflictos que el deseo nos impone. En este sentido, todavía no cambiamos mucho desde cuando Freud dijo que nos gusta pensarnos como ángeles para esconder nuestros aspectos demoníacos.

LL

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