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Opinión

Historia universal del privilegio

Juan José Becerra Pura espuma rojo

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A fines del siglo XIX, George Orwell pasó varios años de su infancia en la St Cyprian's School de Essex, atracción irresistible para padres ingleses ambiciosos. Sus recuerdos de esa selva, donde florecían los fustazos correctivos, el esnobismo y las relaciones de poder entre niños, no son buenos. Allí vio chicos de doce años preguntarse, mientras oxigenaban sus cerebritos con el aire puro del campus, cuántos baños tenían sus casas y si ellas estaban en Kensington o en Knigthsbridge, a dónde se iban de vacaciones, qué autos tenían sus padres y de cuántos caballos, y cuántos sirvientes los atendían.

La organización de la vida es jerárquica. No sólo entre el interior de St Cyprian y lo que St Cyprian excluye, sino en sus propias entrañas, en las que Orwell catalogó diferentes niveles de privilegio. El de la minoría “con antecedentes millonarios o aristocráticos”; el de los hijos de los “ricos ordinarios de los suburbios”; y el de “unos pocos inferiores” (“entre los que estaba yo”, dice Orwell), hijos de funcionarios de la India o de viudas batalladoras, muchachos “pobres pero inteligentes” a los que les tocaba sufrir.

Conclusión: el primer privilegio ya está presente en los bebés que caen parados en sus cunas (aunque estadísticamente arrase en el mundo la ausencia de privilegios), y opera con las ilusiones de una ley natural cuyas normas no se discuten. De hecho, Orwell recuerda que no las cuestionaba porque, hasta donde él podía ver, “no había otras”. Pero algo fallaba en su interior infantil, y era la imposibilidad de darle “conformidad subjetiva” a ese mundo. El dilema que se le presenta al débil en un mundo de fuertes, según Orwell, es “romper las reglas o perecer”. Y en algunos casos, ni una cosa ni la otra.

Conclusión: el primer privilegio ya está presente en los bebés que caen parados en sus cunas (aunque estadísticamente arrase en el mundo la ausencia de privilegios)

Pasaron ciento cuarenta años de la experiencia de Orwell en St Cyprian, glosada en su autobiografía Such, such were the joys (Esas, esas eran las alegrías), publicada en 1952, dos años después de su muerte. No cambió nada. La educación de elite sigue ofreciéndose como vigía del status quo, bolsa de influencias y bloqueo de clase, y los privilegios siguen siendo administrados en su mayor medida por la suerte biológica.

En estricto orden cuantitativo decreciente, podemos decir que los privilegios se heredan por la ruleta del determinismo (percibido por sus beneficiarios como naturaleza), se adquieren por aspiración y se rechazan por pudor. Pero todos los privilegios tienen un factor común. No hay privilegio que no sea del tiempo, en el sentido del tiempo que el privilegiado retiene para sí mismo: el tiempo que gana, el que ahorra, el que no le concede a los demás.

Por ejemplo, una persona que se levanta a la mañana y se mete bajo la ducha caliente a cinco metros de su cama, desayuna, se sube a su auto y va a su trabajo está configurando una situación privilegiada (más privilegiada cuanto más cotidiana) respecto de aquella otra que se levanta bajo unas chapas oxidadas, camina cien metros para enjuagarse la cara en una canilla de uso colectivo, no tiene nada que desayunar y comienza deambular en carros tirados por caballos, en trenes o en micros para granjearse un número de proteínas a cambio de alguna changa, en el caso de que sepa hacerla (sabemos que esta segunda persona no ha podido postular para lograr la aceptación de la marca Harvard).

No hay privilegio que no sea del tiempo, en el sentido del tiempo que el privilegiado retiene para sí mismo: el tiempo que gana, el que ahorra, el que no le concede a los demás

Invocando con cariño y extrapolaciones a Orwell, digamos que el privilegio es una máquina del tiempo. Adelantar, aventajar, ahorrar tiempo y confort son beneficios que le quitan a la vida buena parte de sus calamidades de gestión. El privilegio es una fuerza aceleradora, el puente de velocidad que resbala sobre la experiencia ordinaria de la espera. Y si está ligado de un modo indisoluble a la cultura del poder, es porque a la mayoría de los privilegios los impulsa el dinero. ¿Para qué querría alguien tener millones sino para ahorrar tiempo y vivir más, es decir más que los otros? ¿Para qué quiero el avión privado sino para llegar antes?

Seres especiales

Pero el privilegio también es una concesión arbitraria que se acepta por narcisismo. En esas circunstancias, lo que se llama “saltarse la cola” es una manera tradicional de asumir el privilegio como una naturaleza del consentimiento. ¿Por qué voy esperar yo, que soy tan especial, el turno o la parte que me tocan? Es allí donde aparece el niño, monstruo antisocial, en toda su dimensión.

Todos los que discutimos este asunto hoy tuvimos algún privilegio que nos habrá parecido natural recibirlo y, por supuesto, nobleza de clase media obliga, no se nos pasa por la cabeza considerar que hay millones de argentinos que por no estar en el radar del privilegio, que se caracteriza por no ser una “naturaleza” ecuménica, jamás recibieron ni recibirán ninguno.

Al no haber comercio libre de vacunas, y al (suponemos) no haber tampoco mercado negro, se fue consolidando en los últimos meses un mercado estatal

Pero el asunto de estos días es que por las circunstancias dramáticas de su escasez y el protagonismo público del derecho a la salud, se da por sentado que el suministro de vacunas contra el coronavirus (¿se podrá llamarlo así otra vez, como en marzo de 2020?) invierte la estructura de la jerarquía que sostenían universos como los de St Cyprian´s School a fines del siglo XIX.

Esa inversión no fue natural. Al no haber comercio libre de vacunas, y al (suponemos) no haber tampoco mercado negro, se fue consolidando en los últimos meses un mercado estatal único organizado por principio de necesidad sobre el que se recorta, en medio de un aro de fuego de indignacionismo, una población de vacunados supuestamente más importantes que aquellos a los que les usurparon el turno, sea en nombre de su prestigio personal, su influencia o su prepaga. Supongamos que estas irregularidades hubieran sido cometidas en favor de los argentinos marginados que nunca experimentaron un privilegio, y hubiésemos visto largas filas de carros con caballos estacionados en el Hospital Alemán y en el Ministerio de Salud, mientras sus perplejos jinetes se vacunan por la ventana y celebran la gloria de sentirse por una vez en la vida descansados y excepcionales.

Tal vez también habría habido sapucáis republicanos y coros de Bee Gees constitucionalistas (para esos conciertos, y en nombre de la “equidad”, el débil equivale al fuerte), pero se hubiesen salvado de estos párrafos. Con las familias Aldrey Iglesias en la lista de privilegiados súpernumerarios, la defensa se hace difícil.

Patrulla

¿Acaso nos vamos sin pagar cuando nos tomamos un café en alguna Fonte de Oro de Mar del Plata? Superado este trance, uno más, de la cultura del privilegio a la que podríais llamar lisa y llanamente cultura dominante, podríamos utilizar las pocas gotas de oxígeno que no nos agotó la sobreindignación a lo Fiscal Lanusse, quien nunca, nunca, nunca, pero nunca nunca tuvo un privilegio de ninguna índole, a refrigerar el área donde deberían ocurrir las sinapsis cerebrales y preguntarnos: ¿por qué patrullamos con un solo ojo los actos de los otros? ¿No sería mejor hacerlos con los dos, y uno orientado hacia nosotros mismos?

El drone ético alimentado a combustible moral nunca pasa por casa. Es una máquina de percepción fallida. Actúa descargando un punto ciego sobre lo propio. Lo propio, directamente, no está. Es una ciudad mental prohibida. En su lugar, hay enormes lagos de pureza, sobre el que hacemos la plancha o surfeamos.

Esta anomalía programada tiene una ventaja: ver los privilegios de los otros como los únicos. A los nuestros los inventariamos como méritos.

JJB

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